El icónico cargadero de mineral, símbolo de la epopeya minera almeriense, es hoy víctima de la banalidad cultural disfrazada de rehabilitación.
Cuando el acero tenía alma
Ahí, donde la playa de las Almadrabillas se encuentra con el mar, se alza —aún orgulloso, aunque herido— el Cable Inglés de Almería. No es un simple embarcadero. Es una cicatriz de hierro forjado, un vestigio monumental de la era en que la minería no era solo negocio, sino vida, sudor y destino. Nacido en 1904, en plena fiebre extractiva, fue obra de la sociedad escocesa The Alquife Mines and Railway Company Limited, un nombre que hoy suena extranjero, pero que durante décadas marcó el pulso de Almería.
Tras la construcción del ferrocarril que conectaba las entrañas minerales de Alquife con la costa, era cuestión de urgencia crear una infraestructura capaz de escupir al mar toneladas de mineral sin frenar el ritmo voraz del mercado. Y así, lo que empezó como una idea modesta —una pasarela de madera— acabó mutando en un coloso de acero, traído desde Escocia, que parecía sacado del laboratorio de Eiffel.

Arquitectura para la explotación
El Cable Inglés no es solo funcionalidad. Es también estética industrial elevada a monumento. Su cuerpo se divide en dos almas: un viaducto de acceso sostenido por arcadas metálicas sobre pilares de mampostería, y el muelle embarcadero, zona de carga y vértigo, donde el mineral encontraba su pasaje al Atlántico. De líneas eclécticas, con el inconfundible sello de la escuela de Gustave Eiffel, esta mole habla el lenguaje universal del acero, el peso y la precisión.
Este cargadero fue la columna vertebral del sistema exportador minero de Almería. Día y noche, los trenes llegaban con sus entrañas repletas de hierro, y los operarios —anónimos, invisibles, esenciales— supervisaban el traspaso del mineral a los barcos. Bajo sol o tormenta. Sin épica, sin discursos.
Del hierro al olvido: la posguerra y el declive
La Guerra Civil apagó muchas chimeneas y encendió otros fuegos. Tras ella, el Cable Inglés pasó a manos de Agruminsa, filial de los Altos Hornos de Vizcaya. Cambió el nombre, pero no el propósito. La sangre obrera siguió corriendo por sus vigas hasta que en 1970, el sistema fue clausurado. La lógica del mercado había hablado. Lo que fue nervio se volvió ruina.
Desde entonces, la estructura quedó varada en el tiempo. No era ruina romántica ni objeto de postal. Era un estorbo para algunos, una herida abierta para otros, y para unos pocos, un símbolo sagrado del esfuerzo colectivo.
El nuevo crimen: la «rehabilitación cultural»
En 1998, el Cable Inglés fue declarado Bien de Interés Cultural de Andalucía. Un gesto noble, sí, pero tardío. Ahora, se dice que está siendo «rehabilitado» para convertirse en un centro cultural, social y expositivo. Suena bien. Muy bien. Demasiado bien.
Porque todos sabemos lo que eso significa: pasarelas de cristal, leds donde hubo óxido, y cafeterías donde antes se arrastraban sacos de mineral. El lugar donde se forjaron jornadas de 14 horas ahora acogerá exposiciones minimalistas y talleres de mindfulness. El hierro rugía, ahora susurra.
Y así, se consuma el segundo expolio: la estetización vacía de la memoria obrera.

Contra el olvido maquillado
La industria no necesita filtros de Instagram. Necesita justicia. El Cable Inglés no debe convertirse en escaparate de modernidad hueca. Necesita ser contado, no decorado. Necesita nombres, fechas, obreros, historias. Necesita mostrar el dolor y la grandeza de lo que fue.
Y aunque su esqueleto resista, cada panel informativo sin contexto, cada diseño «cool» sin alma, lo deshace un poco más. Como escribió Zola: «La sangre seca en las piedras, pero no en la memoria del que trabaja con ellas.»