Introducción
En la Galicia profunda, donde el agua parece tener alma y el verde lo envuelve todo como si la naturaleza quisiera abrazar cada piedra, hay rincones que escapan al tiempo. Uno de ellos es la central hidroeléctrica de Tambre, un templo de hormigón y teja que no solo domestica el cauce del río, sino que también ilumina con elegancia. Construida entre 1924 y 1930 bajo la dirección del visionario arquitecto Antonio Palacios, esta central es mucho más que una fuente de energía: es una lección viva de cómo lo útil y lo bello pueden caminar de la mano.
En una época en la que las fábricas se ocultaban tras muros sin alma, el Tambre se alzó como un acto de rebeldía estética. Con sus formas inspiradas en los pazos gallegos y su integración sutil en el paisaje, rompió los moldes del diseño industrial del momento. La piedra, el agua y la luz no se enfrentan aquí, sino que dialogan. La ingeniería se disfraza de arte. La técnica, de cultura. Y el resultado no es solo una obra funcional, sino un testimonio de modernidad con raíces.
Hoy, casi un siglo después, sigue operativa. Sigue generando energía. Pero también sigue generando asombro. Porque mirar el Tambre no es solo mirar una central eléctrica; es mirar una idea: que el futuro puede ser hermoso, si se construye con respeto, ingenio y sensibilidad.
Una presa con alma de catedral

¿Qué hace única a la central hidroeléctrica de Tambre?
La central del Tambre, también conocida como Central de Villar, no es solo una instalación para generar electricidad. Es un manifiesto de que la belleza también puede habitar en lo funcional. En tiempos en los que la arquitectura industrial solía esconderse tras fachadas grises y muros sin identidad, Antonio Palacios tuvo la osadía —o el genio— de imaginar una presa con alma de catedral.
Y es que eso es lo que parece a primera vista: un edificio de culto, una construcción sagrada plantada en mitad del bosque gallego. Su imponente estructura de granito, coronada por torres simétricas y arcos de medio punto, no evoca una fábrica, sino un pazo monumental, un monasterio de agua y luz. Como si el río Tambre hubiese inspirado no solo al ingeniero, sino también al poeta.
El toque de Palacios es inconfundible. El mismo arquitecto que firmó obras como el Palacio de Cibeles, el Círculo de Bellas Artes o la estación de metro de Gran Vía, dejó en Villar una obra que mezcla influencias neorrománicas, art déco y funcionalismo sin renunciar a una profunda identidad gallega. Aquí no hay adornos superfluos: cada piedra tallada, cada cornisa, cada celosía de hierro forjado cumple una función técnica… y a la vez emociona.
Lejos de esconder la tecnología, Palacios la ennoblece. Las turbinas, los conductos y la maquinaria se alojan en un edificio que podría haber sido un museo, una iglesia o una escuela de artes. Pero es una central hidroeléctrica. Y eso la hace aún más asombrosa.
Construida entre 1924 y 1926, su planteamiento fue pionero en muchos aspectos: no solo por su integración estética, sino también por su capacidad de producción y su eficiencia para la época. A día de hoy, sigue funcionando, discreta y elegante, como si nada hubiese cambiado desde su inauguración. Su equilibrio entre forma y función es tal que cuesta pensar que no todas las infraestructuras energéticas del país hayan seguido su ejemplo.
Quizá por eso, más que una central, el Tambre se percibe como un símbolo: un faro de civilización en medio del bosque, una prueba de que la industria no tiene por qué ser fea ni agresiva. Que puede, incluso, ser bella. Y conmovedora.
Energía en tiempos de cambio
¿Por qué se construyó y qué aportó a Galicia?
A comienzos del siglo XX, Galicia era un territorio atrapado entre dos tiempos. Por un lado, una tierra rica en ríos, montes y minerales, cargada de recursos naturales que pedían ser aprovechados. Por otro, una región aún marcada por la desconexión, con zonas rurales sin electrificar, caminos de tierra y un sistema energético fragmentado que no alcanzaba a cubrir las necesidades de una población en crecimiento.
Mientras en otras partes del país el desarrollo industrial cogía velocidad, en Galicia se hacía evidente una urgencia: la modernización debía llegar, pero no a cualquier precio. El progreso tenía que respetar la identidad del territorio, su paisaje, su ritmo. Fue entonces cuando el río Tambre, con su caudal generoso y su perfil encajado entre montes, se convirtió en protagonista de una nueva era.
La construcción de la central hidroeléctrica, entre 1924 y 1926, respondía a una doble necesidad: llevar electricidad a las industrias incipientes del entorno de Noia, Negreira o A Baña, y mejorar la vida cotidiana de miles de familias campesinas que aún cocinaban con carbón y vivían al ritmo del candil. Era más que un proyecto técnico: era una promesa de futuro.
El impacto fue inmediato. La llegada de maquinaria, materiales y mano de obra supuso una inyección de vitalidad en la comarca. Se abrieron caminos, se mejoraron accesos, se activaron economías locales que hasta entonces habían vivido en relativo aislamiento. Y, por supuesto, se creó empleo. Para muchos, participar en la obra del Tambre fue su primer contacto con el mundo industrial moderno.
Pero si hubo algo verdaderamente transformador, fue la luz. Por primera vez, en muchas aldeas del interior gallego, una bombilla iluminó una mesa de cocina, una escuela o una carpintería. De la noche salió la claridad. La electricidad no solo permitió cocinar con más seguridad o alargar las jornadas laborales; cambió los hábitos, la cultura y la forma de entender el tiempo.
Y todo eso, sin renunciar al paisaje. La central no rompió el equilibrio natural: se insertó en él con un respeto que hoy, casi cien años después, sigue siendo ejemplo de sostenibilidad antes de que esa palabra se volviera moda.
En resumen, el Tambre no fue solo una presa. Fue un catalizador. Una frontera simbólica entre una Galicia agraria y una Galicia que se asomaba, con cautela pero con decisión, al siglo XX.
El arte de iluminar: arquitectura con propósito

¿Qué papel jugó Antonio Palacios en este proyecto?
Antonio Palacios no era un arquitecto cualquiera. Era un visionario que creía, con fervor casi místico, que la arquitectura debía ser útil, sí, pero también digna, emocionante, capaz de elevar el espíritu. En un país que durante décadas asoció lo funcional con lo feo, Palacios demostró una y otra vez que lo práctico podía convivir —y hasta fusionarse— con lo bello. Y en la central hidroeléctrica del Tambre encontró el escenario perfecto para llevar esa convicción a su máxima expresión.
Lejos de limitarse a diseñar un edificio técnico, concibió un conjunto armónico, donde cada estructura tenía un propósito y a la vez una presencia estética clara. La central principal, construida con piedra gallega, se eleva como una fortaleza amable, con una fachada monumental que combina sobriedad y simbolismo. Arcos, frontones, detalles de hierro forjado… elementos que podrían parecer decorativos, pero que también respondían a criterios funcionales de ventilación, iluminación o refuerzo estructural. Una arquitectura que piensa y emociona al mismo tiempo.
Pero Palacios fue aún más allá. Diseñó también las viviendas para los trabajadores, alineadas como un pequeño poblado industrial. Pensó en los talleres auxiliares, los almacenes, la cantina, los caminos que conectaban cada espacio e incluso el puente colgante que facilitaba el acceso. Su visión era integral: no se trataba de construir una central, sino de crear un ecosistema humano y técnico que funcionara con eficiencia, pero también con belleza.
Todo estaba diseñado para convivir en equilibrio con el entorno. La piedra local no fue solo una elección estética: ayudaba a mimetizar el conjunto con el paisaje, a resistir la humedad y a reducir costes de transporte. Las cubiertas a dos aguas y los detalles en hierro recordaban a los pazos y a la arquitectura popular gallega, anclando la obra en su territorio y en su cultura.
Ese enfoque, radicalmente moderno y profundamente respetuoso a la vez, ha hecho que hoy el conjunto del Tambre sea objeto de estudio en escuelas de arquitectura e ingeniería. Se analiza como ejemplo de patrimonio industrial integral, donde la estética no es un añadido caprichoso, sino una parte constitutiva de la identidad del lugar. Aquí, la forma sigue a la función, sí… pero también la embellece, la humaniza, la convierte en legado.
Y quizás por eso el Tambre sigue vivo. Porque no fue solo una obra para producir energía, sino un acto de amor por el oficio, por la tierra, por las personas que la habitarían.
Vida, trabajo y comunidad
¿Cómo era la vida en torno a la central?
La central del Tambre no solo generaba energía: generaba vida. Desde el primer día, su existencia alteró el pulso de la comarca. Durante la construcción, el margen del río se llenó de ruido, de herramientas, de conversaciones en gallego y castellano, de hombres que llegaban de aldeas vecinas o de otras provincias para trabajar en una de las grandes obras hidráulicas del momento. Se instaló un campamento obrero temporal que, con el tiempo, dio paso a algo más duradero: una comunidad en toda regla.
Cuando la central entró en funcionamiento, no lo hizo sola. A su alrededor creció una pequeña aldea industrial, un núcleo humano articulado en torno al trabajo, pero también al afecto, al compañerismo y a la rutina compartida. Técnicos, ingenieros, operarios y sus familias comenzaron a instalarse en las viviendas proyectadas por Antonio Palacios. Eran casas sobrias, funcionales, pero también pensadas para la convivencia. Con patios, huertos, caminos interiores y zonas comunes.
Se vivía allí. Se nacía allí. Se moría allí. La central marcaba el tiempo: los turnos de trabajo eran los latidos del día. Y, sin embargo, más allá del zumbido de las turbinas y del murmullo constante del agua, había también espacio para la vida sencilla: meriendas al sol, niños corriendo entre cables y helechos, fiestas improvisadas, noches de radio y estrellas.
Era un mundo casi autosuficiente. Se cultivaban pequeñas parcelas, se compartía el pan, se organizaban partidos de fútbol entre compañeros y funciones de teatro en locales comunitarios. Como si aquella obra de ingeniería hubiera sido también una semilla de tejido social. Un microcosmos en plena naturaleza, con sus reglas, sus tradiciones nacientes, su memoria colectiva.
Para muchas familias gallegas, la central del Tambre no es solo una referencia geográfica. Es una etapa vital, una fotografía emocional. El recuerdo de una infancia con sabor a hierro húmedo y a leche recién hervida. De despertares con niebla espesa, de domingos lentos, de saltos de agua que arrullaban los sueños. Y, sobre todo, de comunidad. De pertenencia.
Hoy, al recorrer los antiguos caminos o mirar las casas que aún sobreviven, uno puede casi escuchar las risas, los pasos, las canciones de entonces. La electricidad iluminaba hogares, sí, pero el verdadero resplandor venía de la gente. De la vida que tejieron en torno a aquella presa que parecía una catedral.
Hoy: patrimonio activo, memoria latente

¿Qué representa la central hidroeléctrica del Tambre hoy?
Casi un siglo después de su inauguración, la central del Tambre sigue latiendo. En un mundo cada vez más urgido por soluciones sostenibles, resulta casi milagroso que esta pieza de ingeniería nacida en los años veinte siga produciendo energía limpia con silenciosa eficacia. Actualmente forma parte del conjunto de infraestructuras gestionadas por Naturgy, y su caudal continúa alimentando la red eléctrica nacional. Pero su importancia ya no se mide solo en kilovatios.
El Tambre es, ante todo, una referencia patrimonial. Una obra donde el tiempo no ha pasado en vano, sino que ha sedimentado su valor. Fue declarada Bien de Interés Cultural por la Xunta de Galicia, en reconocimiento a su singularidad arquitectónica, técnica y paisajística. No es frecuente que una central eléctrica figure en los catálogos del patrimonio artístico. Tampoco es frecuente que despierte tanta admiración entre arquitectos, ingenieros, urbanistas y artistas visuales por igual.
Aunque el acceso está restringido por razones operativas, se organizan visitas técnicas, jornadas divulgativas y recorridos didácticos. Desde universidades hasta institutos, de escuelas de arquitectura a ciclos de formación profesional, cientos de estudiantes viajan cada año hasta este rincón del río para observar in situ una lección que no aparece en los libros: cómo es posible construir con respeto, visión y belleza duradera.
Desde el aire, el conjunto parece un monasterio secreto abrazado por el bosque. Desde el suelo, es un testimonio de cómo la ingeniería puede ser humilde y monumental al mismo tiempo. Una afirmación sutil de que no hace falta arrasar para transformar. Que el paisaje no es un obstáculo para la técnica, sino su compañero más digno.
Y en ese equilibrio, el Tambre sigue siendo lo que siempre fue: una luz. Literal y simbólica. Un faro silencioso en un país que aún necesita referentes de armonía entre progreso y naturaleza.
Más que energía: una lección de armonía técnica y estética
¿Qué nos enseña la central del Tambre?
El Tambre nos recuerda algo esencial: que las infraestructuras también pueden tener alma. Que una presa, una central o un canal no tienen por qué ser sinónimos de violencia paisajística ni de frialdad funcional. La eficiencia no está reñida con la emoción. Y una obra técnica, si se concibe con amor y propósito, puede conmover tanto como una catedral o una pintura.
La central hidroeléctrica del Tambre enseña, sobre todo, una manera distinta de mirar el progreso. Nos muestra que es posible diseñar pensando en la duración, en la estética, en la convivencia con el entorno. Nos habla de un urbanismo que no impone, sino que dialoga. De una arquitectura que no es espectáculo, sino servicio. De una energía que no solo alimenta máquinas, sino también sueños y memorias.
No es una pieza de museo, aunque podría serlo. No es solo historia, aunque guarda siglos en sus muros. El Tambre es presente. Un presente que funciona, que inspira y que invita a repensar cómo hacemos ciudad, cómo construimos futuro.
En una época en la que muchas infraestructuras se derriban antes de cumplir 30 años, este complejo centenario nos ofrece una lección de permanencia. Una visión donde la sostenibilidad no es solo eficiencia energética, sino también belleza, humanidad y arraigo.
El Tambre es un caso excepcional. Pero no debería serlo. Debería ser norma. Un modelo. Una referencia. Un recordatorio de que podemos —y debemos— hacer las cosas de otra manera. Con sensibilidad. Con respeto. Con arte.
Preguntas frecuentes
¿Dónde está la central hidroeléctrica de Tambre?
La central está ubicada en el municipio de Noia, en la provincia de A Coruña, Galicia. Se alza en un entorno natural privilegiado, a orillas del río Tambre, en una zona de frondosa vegetación atlántica. Su localización estratégica entre el interior y la costa permite acceder fácilmente desde Santiago de Compostela (a unos 40 minutos en coche) o desde la comarca de Barbanza.
📍 Coordenadas aproximadas: 42.7812° N, 8.8884° W
🚗 Acceso recomendado por carretera local desde Noia o Negreira. Algunas rutas secundarias ofrecen miradores naturales sobre el río y el complejo.
¿Se puede visitar?
Sí, pero con restricciones. La central es una instalación operativa, por lo que no está abierta al público de forma libre. Sin embargo, se realizan visitas guiadas y jornadas técnicas dirigidas a grupos educativos, profesionales del sector energético o del patrimonio, y asociaciones culturales.
Estas visitas permiten conocer no solo el edificio principal, sino también sus instalaciones auxiliares, el entorno natural y el enfoque arquitectónico de Antonio Palacios.
📞 Para concertar una visita, es recomendable contactar con Naturgy o consultar con el Concello de Noia o la Fundación Juana de Vega, que ocasionalmente organiza actividades en torno al patrimonio industrial gallego.
¿Sigue generando electricidad?
Sí. Casi un siglo después de su puesta en marcha, la central del Tambre sigue en funcionamiento. Opera como parte de la red de centrales hidroeléctricas gestionadas por Naturgy, aportando energía renovable al sistema eléctrico nacional.
Se considera un ejemplo de eficiencia longeva: una infraestructura que no solo sigue siendo útil, sino también modélica por su integración paisajística y por la calidad de su construcción original.
⚡ Su producción es modesta comparada con instalaciones más modernas, pero su valor como infraestructura sostenible y patrimonio vivo es incalculable.
Conclusión
La central hidroeléctrica de Tambre no fue solo una proeza técnica del siglo XX. Fue, y sigue siendo, una declaración de principios: demostrar que el progreso no tiene por qué estar reñido con la belleza. Que las máquinas también pueden habitar templos. Que el hormigón puede respetar al bosque. Que la energía puede contarse no solo en vatios, sino en memorias, símbolos y emociones.
Construida con una mirada humanista por Antonio Palacios, vivida por generaciones de trabajadores y admirada por quienes la descubren, el Tambre nos recuerda que las infraestructuras también pueden tener alma. Que el arte y la técnica no son mundos separados. Que el paisaje, si se escucha, puede convivir con la industria.
Hoy, casi cien años después, su arquitectura sigue generando asombro. Su maquinaria, energía limpia. Y su legado, conciencia y luz. La central del Tambre no solo ilumina hogares: ilumina ideas. Y en tiempos de urgencia ecológica y deshumanización urbana, su ejemplo es más necesario que nunca.
Recursos citados
Faro de Vigo – https://www.farodevigo.es/visado/fotos/2023/01/24/senderismo-galicia-ruta-rio-tambre-central-hidroelectrica-81828433.html#foto=3
Wikipedia – https://es.m.wikipedia.org/wiki/Archivo:Turbina_Escher_Wyss_-Central_hidroelectrica_de_Tambre-_002.jpg